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5 6 Mas por fin todo concluyó, después de abundantes lágrimas y tristes suspiros; llegó la hora de emprender la marcha. Para nuestro viaje, dos ricos hacendados nos ofrecieron sus coches; tuvimos que aceptar el primero. Este estaba adornado en su in­ terior por tres hermosísimas coronas de flores que colgaban sobre el asiento de cada Padre; y en su exterior por varias coronas, ramos, flores y otros adornos. Salimos, pues; cuatro soberbios caballos nos pusieron en movimiento y 50 guasos nos seguían galopando sus vivos caballos t formando como el séquito de los tres pobres capuchi­ nos; por todas partes sólo se veían correr las lágrimas, señal cierta del dolor que cau­ saba nuestra separación, y una nube de flores, demostración de cariño. En el camino, una pobre ancianita nos conmovió en gran manera. .Al pasar por delante de uno de los ranchitos, oímos gritos y exclamaciones detrás de nosotros; aso­ mamos la cabeza a las ventanas del coche, y ¿qué era aquello?; una anciana que había salido cargada con su gran cesto de flores para obsequiar a los misioneros; pero que debido sin duda a la flojedad de sus piernas o el peso del cesto, lo cierto es que hizo tarde y no llegó a tiempo; los misioneros habían pasado; y así aquella buena mujer, llena de dolor, repetía a grandes voces: "ay, ay. ya pasaron los pairecitos; ay de mí que no los veré"; y toda desolada y llorando arrojaba las flores por donde el coche había pasado, subiendo a tal punto su angustia, que por fin arrojó también el cesto, causa de tanta desdicha. Pero nosotros, en vista de tan buena voluntad, paramos el coche y por uno de los guasos le regalamos una hermosa estampa. Pobre anciana, ¡cuánto agrade­ cimos semejante sacrificio! Llegamos al pueblo de San Clemente, lugar de nuestra quinta Misión; las cam­ panas anunciaban nuestra venida; el pueblo nos saludaba afectuoso. El vernos entrar acompañados de 50 campesinos y en medio de semejante movimiento, hubiera creído alguno que el pueblo iba a ser saqueado; sin embargo, algo parecido a esto esperába­ mos aconteciese en aquellos días. Deseábamos los misioneros saquear sus almas, des­ pedir de ellas al que las poseía, el demonio, y entregarlas limpias y hermosas a su verdadero dueño, Dios. Infinitas gracias y bendiciones recibimos del cielo en los días de la Misión. Los que rompieron las cadenas de sus vicios y se reconciliaron con Dios fueron 3.000 aproximadamente; los casamientos de los mal amistados los tuvimos en gran número; y los santos oleos se administraron a infinidad de niños. También loas restituciones fueron notables, las paces entre encarnizados enemigos, etc. etc. Después de una tierna despedida, en la que dos hombres se arrojaron sobre el Padre que ésta hacía y apretándolo fuertemente sobre sus pechos le decían llorando: "por Dios, no se vayan W ., no nos dejen", después, digo, de presenciar escenas con­ movedoras, acompañados de un gran número de paisanos, nos dirigimos a Talca, capi­ tal de la Provincia, donde tomamos el tren en dirección a Molina. En esta estación nos esperaba un rico caballero, en cuya hacienda debíamos dar la misión. Subimos en su coche tirado de cuatro hermosos caballos, y después de saludar al R. Sr. Cura y aceptar un espléndido almuerzo que nos tenía preparado, nos dirigimos a casa del caballero, situada en la cordillera de los Andes, y a 10 leguas de Molina. En ésta, la misión fue menos numerosa, pero relativamente a sus habitantes, muy satisfactoria. Serían como 800 los que confesaron sus culpas. ¡Cuán consoladora es, Rmo. P., la vida del misio­ nero! Es verdad que la vida es sacrificio, pero lo que siente nuestra alma cuando bus­ camos entre montes y chozas tantas ovejitas que viven sin Iglesia, sin sacramentos, y aun tan olvidados de su salvación eterna; y que con nuestras fatigas y sacrificio los colocamos en el camino del cielo, lo que siente nuestra alma, repito, lo pasamos en si­ lencio. Bendito sea mil veces nuestro buen Dios que con tantas creces paga aún en esta vida a los que por su gloria se sacrifican. Quedamos agradecidísimos al caballero que nos hospedó en su casa; no pudi­ mos pedir más de aquel señor. Su trato delicado, tantas atenciones, como nos guardó,

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