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El padre Carlos entregó antes de partir su retrato a la guardesa para que si le mataban, terminada la guerra, lo hiciera llegar a sus hermanos, los religiosos Capuchinos, como efectivamente lo hizO' llegar. Antes de encarcelar al s1ervo de Dios le propinaron una paliza tan despiadada que a los veinte dia& tenía aun los labios partidos y la cara marcada con las sefiales de los golpes recibidos. Después de ese lapso de tiempo, lleno de dolo:res físicos, de amarguras del espíritu y de incertidumbre de su futura suerte, encerrado solo en una habitación tan incómoda como puede suponerse, nevaron a la misma a un joven de las fuerzas nacional'es, gravemente herido y hecho prisionero por los rojos, llamado Ladislao Grajal Cuesta, hoy casado, padre de familia y empleado en un Banco de la capital, cuyo nombre me es especialmente grato, y al cual se deben las im– portantes referencias que siguen. Preso y mal herido, el padre Carlos practicaba las obras piadosas propias de la Orden y se interesaba para que el compañero de pri– sión viviera dentro de ese ambi-e-nte de piedad, y así rezaba con él todos los días el Santo Rosario; por las mañanas hacia sus de– vociones particulares, procurando observar, en cuanto le era posible, el horario del convento. Por la tarde, a eso de las tres, otra vez re– zaba, haciendo lo propio a las seiS, y en otros ratos que aprovechaba para darse al Señor. Con su buen acompañante fué muy caritativo, tanto para el alma como para el cuerpo. Procuraba sostener su confianza en Dios y dis– ponerle por si llegaba la hora del sacrificio a manos de los rojos. Como en la celda prisión no babia más que una pequeña colchoneta, el padre Carlos, no obstante las heridas por la paliza recibida, cedió a Ladislao la colchoneta y él dormía en el frío y duro suelo. Por las noches, antes de acostarse, le bendecía y le daba la absolución sa– cramental. Dormía muy poco, y en cuanto a la aitmentación, procu– raba que a Ladislao no le faltara nada de lo indispensable, aunque él sufriera la& consecuencias de su generosidad. Este providencial encuentro sirvió de consuelo a los dos recluidos, y aconteció el 23 de diciembre de 1936, ya en vísperas de las Navidades, que para ellos tenían que ser bastante amargas, como para tantos espafioles hon– rados y buenos que padecían persecución únicamente por serlo y por cumplir los sagrados deberes para con el Señor. 232

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