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como no -existía el tal espionaje, intrigados los militares tu~eron que volverse a su residencia, en donde continuarían indudablemente so– metiendo a frecuentes interrogatorios al sufrido padre Carlos. Además, aquel atontamiento del siervo de Dios, ¿era verdadero, o era disimulado para no comprometer al Padre Sixto con alguna palabra menos discreta en Virtud de la cual pudieran ellos descubrir su condición de religioso? A ello nos inclinamos; es decir, que el padre Carlos prefirió callar en tan granv,es circunstancias. Por otra parte, en un momento dado, aprovechó la ocasión para decir a una de las señoritas de la casa, que no tuvieran miedo porque aquellos com– pañeros eran buenos. VI En el hotel Medina.-El hombre de confianza.-Intent o de tuga.-Descubterto y apaleado.-En la cárcel de Gua– d~rrama.-Piadoso y caritativo. El Estado Mayor del Ejército rojo había establecido la residencia en el hotel Medina de El Escorial, y allí llevaron desde Madrid al padre Carlos después de los hechos relatados, vigilado ciertamente, y al servicio de los jefes, quienes, aunque sabían que era relLgloso, le otovgaban cierta libertad. Pronto se ganó el aprecio de aquéllos, que le encargaban los ofi– cios más humildes, desempeñándolos él con prontitud y alegría, por lo cual llegó a captarse plenamepte las simpatías de todos, siendo ya el hombre de confianza, hasta el punto de entregarle las llaves de las oficinas. El era el que proporcionaba a la Comandancia las cosas, el que iba a buscar las raciones; y aprovechándose de esta coyun– tura proporcionó víveres a personas buenas que estaban necesitadas y a religiosos que por la persecución permanecían ocultos. Todos le llamaban el fraile, y él, aprovechándose de ello, pudo confesar a muchos que se lo pedían, paseándose por el jardín donde estaba. En el hotel Medina había una señora, la guardesa, con la cual trabó sincera y devota amistad el siervo de D~os, de la siguiente ma– nera: «Un día-escribe el padre Carrocera, en la <Citada obra-, la guar– desa estaba rezando con devoción y tranquilamente el Rosario; el padre Carlos, que se percató de ello, se acercó para advertirla su imprudencia, no fuera que los milicianos se dieran cuenta y pudiera sucederle algo desagradable. Mas, viendo que la mujer, ya de avan– zada edad, no tenía miedo a1g.uno ni respeto humano para cumplir sus 230

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