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que caracterizó .siempre su vida, y como un afán de pasar constan– temente desapercibido, y quiso en cierto modo premiarle el prelado con las sigutentes palabras: <<Muy bien, padre Fernando; hoy ce– lebramos la fiesta de un capuchino, San Fidel de Sig.maringa, que entró en la Ord~ como usted, después de hacerse abogado. Pues a santíficarse como él, padre.» Y, efectivamente, estas palabras pa– recieron un anticipo de lo que aconteció, pues el siervo de Dios se santificó, y luego fué mártir, como lo había sido este Santo !Proto– mártir de Propaganda Ftde. Esta misma humildad se puso de mani– fiesto en otras mU ocasiones, ya que procedía de familia acomodada, y jamás se le ocurrió hablar de ella; tenia la carrera de abogado, y nunca hacía ala rde de ello, ni por sus labios se supo jamás nada de sus estudios profanos. «El padre Fernando era muy espiritual observante de las leyes de 'la Orden y de las buenas costumbres; obediente a los Superiores, condescendient-e con los otros religiosos, y muy amante de la po– breza seráfica. Entre los r eligiosos tenía fama de bueno y obser– vante religioso. Lo.s seglares lo consideraban un verdadero santo, antes y después de haber sido asesinado por las hordas rojas.» (Fray Agustín de Muez.) «Me acuerdo del padre Fernando, particularmente de cuando le tuvimos de profesor de latín, de segundo, en El Pardo. No recuerdo haberle visto cometer jamás una acción que me resultase menos edif'icante, ni siquiera de las que se pudieran achacar a fragilidad humana. Y, por €l cont rario, todo en él me .edificaba. Recuerdo par– ticularmente su conducta cuando nosotros enredábamos, ,en esos mo– mentos en que se dice que los niños ponen a prueba la paciencia de las personas mayores. La reacción del padre Fernando era llamar al culpable con muy digna gravedad, pero stn perder jamás el do– minio de sí mismo, ni en el gesto ni en una palabra más alta que de costumbre. Unicamente se ruborizaba un poco, se mordía ligera– mente un lado del labio inferior, y eso era todo. Era también admi– rable cómo sabía descender hasta nosotros en sus fiestas onomás– ticas, entreteniéndonos con curiosidades provechosas y amenas, sin descender a vulgaridades puenles ni hacerse inaccesible. Y siempre, lo mismo en clase que en conversaciones de recreo, sabia salpicar discretamente todo de reflexiones morales, nada pesadas por lo bre– ves, y siempre enjundiosas. Fuera de esto era tenido por todos los religiosos, creo que sin excepción, como dechado de toda virtud, siempre recogido, siempre pobre, con un hábito raído, siempre ama– ble y servicial con todos.» (Padre Abelde Bilbao.) «Conocí muy bien al muy reverendo padre Fernando de Santiago, por haber convivido juntos en el convento de El Pardo por los afios 91

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