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ANUAKJO MISIONAL. co como en el moral. Desde el primer momento que Je ví noté en su rostro espacioso y en sus negros ojos una total resignación y conformidad con su suerte; resplandecían en él una modestia atra– yente y una obediencia a toda prueba, juntamente con otras virtu– des naturales a las que faltaba poco para ser cristianas. Para un es– píritu observador y creyente qué.figura más interesante y simpática la de aquel hombre naturalmente cristiano! Pocas palabras hablé con él; pero desde que apareció entre nosotros no pude menos de que– rerle y favorecerle en la medida de mis pobres recursos... Le obJi, gaban a ejecutar las ceremonias más ridículas; le hacían ponerse a cuatro pies, montando sobre él como sobre un caballo; le golpeaban hasta romper algunos palos sobre su cabeza, sin que él pronunciara ni un ay! ni una palabra de queja. Un buen dia le echamos en falta. Pregunto por él, y el estudiante Lime notifica que le han cortado la cabeza. Lamenté de veras la desgracia de aquel buen hombre, de– capitado por el único crimen de preocuparse durante unos momen• tos críticos y en forma accidental de la seguridad de sus prójimos. aldeanos pacíficos como él. Entonces di con la clave de aquellas virtudes que reflejaban en su rostro de sentenciado a muerte. Era que desde el primer día de su cautiverio se resignó a morir; temía a los rojos, sin duda porque los conocía bien. Sus hermanos levan– taron el cadáver y lo sepultaron en los campos de la familia. M is prácticas piadosas. Las hacía puntual y metódicamente. Comenzaba el día con el Angelus Dom/ni, al que seguían las letanías de todos los santos y una hora más .> menos, de oración mental. Y esto, lo mismo cuan– do descansábamos en las cuevas como cuando corríamos por los montes. En lugar del oficio divino rezaba las oraciones señaladas por lnocencio IV, puesto que carecía de Breviario, y varios ro– sarios al día, con invocaciones a los santos y santas de mi ma– yor devoción. Creo haber dicho cómo consegul que un chinito me regalara su rosario, objeto para mi de inestimable valor. Bendecía la comida con la bendición que se acostumbra en nue~tros conven– tos; ceremonia que extrailaban mucho los rojos, aplaudiéndola unos y ridiculizándola otros. Muchos por verme hacerla seilal de la cruz me ofrecían buenos trozos de vianda de que comían. ¡Y decían que mi Dios me tenía abandonado, cuando me favorecía tan visiblemen– te valiéndose de los mismos que tenian por oficio el maltratarme! Esas cruces y bendicionesme depararon hasta pechugas de faisanes. Eran la aíladidura que se da a los que buscan primeramente el rei-

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