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Ya en la casa, el Dr. Rengifo examina a los enfermos, adivinando cuando no le satisface la traducción del intérprete; la Hermana Aman– da administra las medicinas según receta médica, e Inés se dedica a preparar el arroz para todos. Así se pasa la mañana sin pensar, hasta Las doce en que viene de nuevo el helicóptero para llevarse al Doctor y a los ingenieros. Allí nos quedamos las Hermanas y servidor hasta el mjércoles, go– zando de una rica experiencia misionera entre nuestros hermanos Huaorani. La tarde también se nos hace muy corta y nos sorprende la noche. Es preciso acomodamos. Veo que en la casa de Cai nos juntamos de– masiados y me paso a la casa de mis padres Inihua y Pahua. Ni las Hermanas ni servidor nos acordamos para nada de las medidas de prudencia que habíamos pensado serían necesarias. ¡Nos sentimos en nuestra casa y entre hermanos: eso es todo! En la casa de lnihua, él y su señora, Pahua, en la misma hamaca¡ en la otra Araba y en medio su fogón. En otro extremo de la casa, Ne– ñene con su hijo de pecho en una hamaca, en otra los pequeños, junto al fogón y, a un metro de distancia, sobre el plástico negro, Huane y servidor compartiendo la misma cobija. En la casa de Cai: junto a la entrada de la casa la Hermana Inés en la hamaca prestada por la familia, y en el rincón, sobre tablas de chan– ta, la Hermana Amanda; en la parte sur de la vivienda,.ocupando to– do el lateral, Huiyacamo en su hamaca y junto a su fogón; al lado, De– ta, junto a otro fogón alimentado por ella. Y en el extremo oriental los hombres, sobre una cama de tablas de chanta. ¿Durmieron las Hermanas? Dijeron que sí y que muy bien. Yo me desperté muchas veces en la vecina casa. El niño molestó bastante a su madre; por fin se durmieron los dos. Una hora más tar– de el fogón se había apagado y se sentía frío. Los niños se incorpora– ron para decir a su madre: - Mamá: tengo frío. Pero ella no se despertaba. Entonces me levanté, apilé más leña y avi– vé el fuego, hasta iluminar el ambiente. En medio del resplandor de aque– lla llama experimenté la alegría que produce la sonrisa infantil de un ni– ño agradecido que, desde su hamaca, extendía sus pies hacia la hoguera. Animado con la experiencia, seguí mis pasos hacia la hoguera de mis padres y de mi hermano Araba, recibiendo iguales muestras de agradecimiento. ¡Qué gran premio para tan fácil caridad! 126

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