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HISTORIA DE LOS CONVENTOS CAPUCHINOS nos repartimos en los tres quehaceres. En el capítulo de nuestras gran­ des tentaciones ocupaba un puesto de honor la biblioteca, “hortus conclusus” y “fons signatus” más que a cal y canto a nuestra juvenil curiosidad, siendo gustosísimo para los más intelectuales el entrar en aquel santuario de nuestros deseos, por mucho que nos lo amargaba las circunstancias en que entrábamos. Y por aquí íbamos, cuando voces de lejano tumulto alarmaron nuestros oídos, corriendo a los balcones, y comprobando que los gritos se acercaban al convento cada vez más alborotados; hasta que al sentirlos ya por el Pradillo, seguros de sus intenciones incendiarias por lo menos, no pensamos en otra cosa que en ver la manera de escapar a sus atropellos. La primera orden fue la de cerrar las dos puertas que daban a la explanada, y la segunda, la de ¡sálvese el que pueda! La puerta llamada de los carros se cerró con la mala suerte de quedarse dentro el coche del doctor con una respetable cantidad de libros, y en espera de otro viaje, un baúl del P. Francisco de Sevilla conteniendo venerables reliquias mon­ jiles, y abundante correspondencia espiritual de sus numerosas dirigi­ das. Recuerdo de un “Gloria Patris ” escrito en griego por el mismísimo Demonio, forzado a ello por la santidad de una monja. Abierto el baúl, rodó su contenido por todo el Sanlúcar plebeyo en maliciosos comentarios de un genero epistolar para ellos desconocido, y por eso picarescamente comentado. Como río revuelto la turba subió la cuesta que lleva al convento, prendiendo fuego de gasolina a las dos puertas que dan a la explanada. Creyendo sinceramente que venían por nuestras vidas, fu e nuestra enorme preocupación el salvarlas, y todo eran carreras por los claustros, golpes de puertas que se abren y cierran con estrépito de nervios desatados, y frailes que salen disparados medio vestidos de seglar unos, muy pocos del todo, con tonsura todos, algunos con el hábito, y todos en las peores fachas que imaginarse pueden. No faltaron los que en su prisa por dejar el convento se dejaron atrás las maletas y los cinco duros, de los que dieron buena cuenta nuestros enemigos, más intencionados de rateros que de impíos.

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