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HISTORIA DE LOS CONVENTOS CAPUCHINOS Pero apenas a la mañana siguiente nos disponíamos a reanudar las clases, nuestro gozo se cayó en un pozo tan profundo, que en su fondo se quedaron los libros por espacio de meses. También en Cádiz y Gra­ nada ardían los conventos, y allí estaban las madres de los estudian­ tes Santos de Alcalá y Cecilio de Granada en busca de sus hijos para llevárselos a sus casas. Con santa envidia los vimos raparse barbas y cerquillos y dejar el convento. Otra noticia nos llegaba entonces, de la misma fuente que la de los vivas a Cristo Rey. Decía, que la turba incendiaria de Sevilla, a las puertas ya de la linda y barroca capilla de San José, había cedido en sus propósitos de quemarla por las en­ cendidas palabras con que se lo pidiei a el P Diego de Valencina, aquel fraile sin par que con sus blancas barbas y su simpatía llenó toda una época de la vida sevillana. Nuestros nei~uios se resistieron ya a lodo lo que no fuera prepararnos para el caso de tener que dejar el convento, y comprensivo el padre guardián, Marcelo de Castro, mandó llamar a las casas de los bien­ hechores en demanda de trajes de seglar que ampararan nuestra po­ sible fuga. Con la llegada de los muy deseados disfraces comenzaron los primeros pasillos de comedia, al empezar las pruebas, en un deseo imposible de que nos vinieran como hechos a medida. Aunque los había de todas las hechuras y colores, nuestro enorme deseo era el del ajuste, sin que ni uno solo lo consiguiera, pues el que halló chaqueta a su medida no encontró pantalones, y fueron muchos los que no consiguieron el equipo completo. A los once añillos dejamos el pan talón corto, y ya mocitos entre los diez y seis y los veinte, aquello fu e episodio de carnaval cuando nos vimos mal vestidos de hombres, con ese desgarbo de los acostumbrados a las holguras del hábito, y a la religiosa compostura de modales. Cuando salíamos al claustro con la ilusión secreta de que alguien nos diera el visto bueno, nuestro desconsuelo era enorme cuando nos daban su buen golpe de risa. Menos mal que los zapatos vinieron nuevecitos de las tiendas. Con todo, acostumbrados a las anchas sandalias desde que dejamos los zapatitos de niño, no hubo manera de encontrarlos a

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