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20 de jul~o de 1936 tuvo qu<e abandonar el convento y refugiarse en una casa bienhechora, que se había ofrecido para recoger a cuantos religiosos cupieran· dentro de la misma, la cual no era otra que la de los padres 'Cle la señorita Pilar López Diéguez, sita en el número 5 de la plaza de J·esús, lugar por demás peligroso, porque los comu– nistas, lógicamente, habían de practicar muy pronto registros para ver si encontraban a algún fraile, como ellos mismos decían cuando registraban domicilios próximos a los conventos desalojados. Por otra parte, la familia tenia un hijo oficial de Marina, como es na– tural, de derechas, constituyendo este hecho un nuevo motivo para practicar los temibles registros nocturnos. Vamos a dejar a la aludida señorita que ella relate el hecho de la acogida prestada al siervo de Dios. «Al padre Ramiro le cogió la per– secución religiosa española, iniciada al establecerse el régimen re– publicano y ag.ravada en 1936, en el convento de padres Capuchinos que está frente a nuestra casa, en la plaza de Jesús. Como todos los reljgio~os tuvieron que abandonar el oonvento en fuerza de las cir– cunstancias, también lo hizo el padre Ramiro, quien, el lunes 20 de julio del <Citado año, vino a refugiarse a nuestra casa, ya de antemano ofrecida, por si las ctrcuntancias lo requerían. Cuando el padre Ra– miro vino a casa componíamos la familia : papá, mamá, él, Enrique López Castellón; y ella, Pilar Diéguez; mis hermanos, Enrique López Diéguez, capitán de Corbeta; María Luisa y una servidora. »Instalado el padre en nuestra casa, empezó el asalto al convento por parte de los milicianos, observándolo todo nosotros y también el padre. Primero intentaron abrir la puerta de entrada, pero no pu– dieron. Entonces, uno antes y otros después, subieron trepando por la pared hasta tina ventana que estaba abierta, y por alli entraron. Luego convirtieron el convento en asilo de niños de los rojos, y más tarde, en cuartel de los rojos, y la iglesia, en depósito de municiones, de alimentos, etc. »El padre Ramiro nos dijo que el padre Provincial le había dicho que escribiera la crónica de todo. Por eso quiso ver, por entre mima– dre y hermano para no ser descubierto por los milicianos, el asalto al convento. Yo, excitada como f:staba viendo aquellos atropellos, de– seaba que se cayeran los asaltantes, que cayera sobre ellos una bom– ba y otras cosas por el estilo. Pero el padre Ramiro, con gran calma y serenidad, decía: «Déjelos, que son tnstruroentos de Dios.» Y en varias oca.Siones repetía: <<Ya verán cómo pronto hemos de volver tranquilamente al convento.» »Ordinariamente él se sentaba junto a papá y a mi hermano, y estábamos más o menos de frente mi madre, mi hermana y yo; y estando en esta actitud, con frecuencia repetía : «Ustedes verán cómo 246

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