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días de su encierro; sus ansias de oración; el anhelo por ejercer su apostólico rninisteno; y si nada sabemos de las horas que precedieron a su muerte, bien creo, que si me conmovieron por su entereza como transfigurada, las palabras suyas: «¡Qué cosa.s, dos tiros y a la eter– nidad!», que pronunció al comunicarle la muerte de su hermano en religión, reverendo padre Andrés de Palazuelo, se sentiría bien feliz en los momentos en que su propia liberación terrenal iba a rea– lizarse de idéntica manera.» 153

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