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-raban con tristeza. !Por fin, llegamos a un edificio cerea de nuestro -conv·ento. Entramos en la sala de espera, donde había muchos dete- nidos. Al padre, al teniente coronel y a un servidor nos mandaron bajar por unas escaler as, donde llegamos a una habitación del só– tano, sucia y con muchas botellas vacías. Apenas se veía, pero no había sangre. »Nos mandaron poner los brazos en alto un buen rato; un mili– ciano nos ~puntaba con su fusil. Cuando nos mandaron bajar los '-brazos, nos conf·esamos los dos con el padre Fernando. Terminada la -confesión comenzó a hablar el .padre: «Ahora vamos a comulgar, })ero vamos a comulga:r espiritualmente.» El padre hablaba sin mie– do ... Yo me di cuenta, y supongo que los demás lo mismo, que nos querían matar. »Al anochecer nos sa·caron de allí y fuimos (llevados) a la checa de Bellas Artes. Había muchos detenidos; pero yo no me separaba un momento del padre. A las doce de la noche le tomaron declaración al padre, pero antes le pregunté: «Mire, padre, faltamos solamente los dos: ¿qué vamos: a decir?». El me respondió: «La verdad; que somos religiosos capuchinos.» Cuando llamaron, yo quería ir con el padre, pero una sefia del miliciano me hizo retroceder. De la decla– ración del padre yo no pud·e oír ni una palabra. »Por la misma puerta que entró el padre entré yo también, muy contento porque creí encontrarle alli; pero en la celda que me metie– !rOn a .empujones encontré .a un joven que me saludó muy amable. A continuación me dijo: «Yo soy falangista.» <<Y yo fraile», le con– testé. «Entonces, a los dos, a las cuatro de la mafiana» .. ., y se pasó la mano por el cuello. »Efectivamente, a las cuatro de la mafiana se oyó un gran ruido de automóviles; pero no pude ver nada. Por mí se interesó un vasco, y después de hacerme muchas preguntas me sacó de la celda. A las cinco de la mafiana entré en la Dirección General de Seguridad. Aquello estaba completamente lleno de gente, sobre todo de sa:cer– dot.es y religiosos. Recorrí a toda prisa buscando al padre Fernando. Allí encontl.1é al ten¡ente coronel. Al vernos, a una nos hicimos la misma pregunta: «¿El padre Fernando? ... » Yo no hacía más que llorar, pero en voz alta; no lo podía evitar. El teniente coronel re– petía: «¡Qué padre más santo, pero qué santo!» El padre Fernando no se encontraba en la Dirección General de Seguridad, porque el gran ~ruido de automóviles que el hermano oyó a las cuatro de la madrugada era la sefial manifiesta de que muchos de los detentdos eran llevados al sacrificio, y entre ellos, el padre Fernando de Santiago, quien, ~or amor de Dios, por amor al sig.Uo sacramental y por su confesión de religioso Capuchino, como real- 1{)0

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