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112 ANUARIO MISIONAL función solemne.-Los cantos populares que a'llí se entonan, reper· <uten majestuosos. La ~Schola Chantorum• de nuestro Colegio de Filosofía de fuenterrabia admira por la brillantez de sus voces y por la nitidez de su ejecución. Con los cantos se entrelaza la oratoria. El M. R. P. Ladislao <le Yábar, Provincial de los PP. Capuchinos dirige su voz clara, po· tente, penetrante a la muchedumbre que clava en él su mirada. Visión placentera para un orador, que sesiente dominando sua· vemente a la ingente muchedumbre, que devota, silenciosa, ... es· <ucha, medita... piensa. La corriente de simpatia que despierta en sus oyentes se acrecienta, con el tono de voz, de emoción, de ter· nura, de cariilo paternal con que el orador despide a sus cinco hijos predilectos a los que envía para engarzar en la enrona de Cristo aquella región la más pobre y la más miserable de la China; y an– te et trabajo de sacrificios, privaciones, vejámenes y secuestros que tienen que sufrir para ultimar ese engarce precioso, y que el orador los especifica con los ejemplos de los que allí trabajan, la muchedumbre queda como sobrecogida de espanto, víctima de una iuerte emoción, que extalla no en la expresión fútil del lenguaje hu· mano, sino en la elocuencia imborrable de las lágrimas, que es el lenguaje del alma. Lágrimas benditas que caen como aljófar del cielo ante aquella Hostia, desde la cual Cristo, Rey Inmortal bendice a la muchedum· bre, que se inclina reverente, repitiéndole su palabra de consuelo: ¡beati qui lugent.11 ••• Cada momento que pasa, lleva nueva torrentera de emociones. Son los últimos minutos de la función. Presente en el presbiterio el Rmo P. Carmelo de lturgoyen, Definidor General, concentra a su alr~dedor a los futuros misio· neros. Breve en sus palabras, impregnadas de dolor; acertadísimo en sus consejos, llenos de sabiduría. Fueron los momentos más ansiosamente vividos por la multi· tud. Un silencio profundo, no quebrantado ni por un solo golpe de tos, hace llegar hasta el presbiterio el murmullo acongojado, que se reprime en el pecho, pero al fin rompe el remanso del espíritu, des· bordándose en lágrimas que corren sobre muchos rostros. Si las lágrimas son contagiosas, y muchos fueron los invadidos de tal contagio, pero no fueron tan potentes como para doblegar el ánimo de aquellos jóvenes misioneros, que sin perder ni un ins· tente la alegría de sus rostros y 111 serenidad de sus miradas, daban a

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