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10'2 ANUARIO MISIONAL exploradores retrocedieron y la columna se dispersó corriendo en busca de parapetos, en lo cual les imité arrojando cuanto me estor– baba y ocultándome en un cerro próximo. Los regulares pregunta– ron de lejos a los atacantes: •Quiénes sois o de quién sois?• A lo que contestaron: •Somos soldados de Ta-se-ling• . A estas palabras se dió la voz de ¡alto el fuegol Ellos quedaron en la pagoda y nos· otros proseguimos nuei;tra jornada. Más tarde averigüé que nues· tros atacantes de la pagoda no eran tales soldados de Ta·se·ling, sino una partida de rojos de Yang-pai-xen, compuesta de unos 50 individuos. No se aventuraron a atacarnos a fondo por que según parece andaban escasos de municiones. Sin más incidentes llega· mos al anochecer_a los extramuros de King-yang, cuyas puertas es– taban ya cerradas por temor a cualquiera incursión inesperada de los rojos. La gente de los suburbios me saludó con entusiasmo. A la verdad no sospechaba yo que fuera tan popular en aquellos barrios, puesto que aún no me había puesto en contacto con sus ha– bitantes ni cambiado con ellos una sola palabra. Dos documentos traía el teniente: uno para la comandancia militar de King-yang y el otro para el mandarín de la misma población. En ellos se les ha· cía la entrega oficial del misionero libertado. Pero como las puer– tas continuaban cerradas, no había modo de hacerlos llegar·a su des· tino, hasta que conseguimos de los centinelas de Joi, muros que los subieran en una cestita. Después de una larguísima espera, más larga aún por un frío espantoso que nos hacía castañetear los dien· tes, la autoridad militar nos comunicó que el documento de refe· rencia estaba en forma; pero que el reglamento prohibe terminan· temente en ciudades fortificadas la entrada nocturna de soldados de otras obediencias, y que en consecuencia habríamos de dormir aquella noche en las afueras. Mis buenos feligreses del arrabal me brindaron a porfia el alojamiento en sus casas; pero yo tenla prisa por arribar a mi residencia aquella misma noche. Por eso insistí en que si a los militares se les prohibía la entrada, a mi que era civil se me podían y debían franquear las puertas. Nueva consulta, acompañada de una espera más prolongada que la anterior. Final· mente el comandante de la plaza en persona se dignó abrírmelas, y a instancias mías consintió en que entrará también el teniente si bien sin &rmas. En King·yang, a donde no ha llegado todavía el Ju· jo del alumbrado público, apenas se dió nadie cuenta de mi llegada. A juzgar por la concurrencia que los días siguientes acudüó a la re· sidencia misional, a saludar y felicitar al misionero libertado, si lle– go a presentarme de día, montado sobre mi caballo blanco, y pre-

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