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198 •••••••• \ .M~!:1:~_rJq~ .. ....................................... en un rancho, al lado de donde dormíamos, para protegerlas de los tigres que merodeaban, por las noches, los alrededores. Tuvimos una merienda-cena acompañada con el agua de un hermoso manantial de agua cristalina. El atardecer era hermoso, yo no me cansaba de contemplar la serranía de montañas pequeñas y puntiagudas, con cortes perpenticulares. Se extendían en hileras. Era una invitación a reconocer la grandeza, el poder y la sabiduría de Dios. Se me vino la noche encima y me sacó de mis reflexiones. Nos fuimos a refugiarnos en la casa para abrigarnos del frío. Aproveché la ocasión para dar un poco de catecismo y rezar el rosario. Como otras veces, comentamos los incidentes del día, nos reímos y charlamos. El tigre merodeaba los alrededores esperando el momento oportuno para hacer de las suyas. Los perros ladraban nerviosos e iban de un lado para otro. Esto no era nada nuevo para los habitantes de la casa. Lo que sí era nuevo eran los visitantes: los que venían conmigo desde el Tukuko, los que se nos unieron en Taremo, los guías que no llevarían a Sokorpa al día siguiente... Unos cuantos se apostaron en lugares estratégicos a esperarlo. El tigre llegó silencioso y taimado, pero no le valió de nada. Los yukpas lo cosieron a flechas. Quiso huir pero lo remataron de un tiro. Era un animal grande y hermoso. Se habia engolosinado con las ovejas y sembraba la zozobra todas las noches. Total, mis acompañantes se pasaron la noche en vela, tensos por la emoción de la cacería, y no descansaron nada. Apesar de todo, al amanecer nos levantamos, rezamos y desayunamos. Hicimos la señal de la cruz y, para darnos ánimo, entonamos el un patok y empezamos a caminar. Nuestros pies, bien cansados todavía, se afianzaban al suelo para evitar caídas; nuestro corazón se elevaba al cielo pidiendo su ayuda y sus bendiciones, que tanta falta nos hacían, para esta jornada larga, dura y difícil. Llevábamos buenos baquianos que conocían perfectamente el camino. Los que venían del Tukuko y Kanobapa se quedaron donde Itakakpe, para ver si podían matar el otro tigre que solía merodear por allí. Con ellos se quedó la escopeta.

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