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186 •••••••• \ . M~.1!~~~~q-~ ......................................... era a la vez, casa parroquial y residencia del obispo. Allí me atendieron de lo mejor, sobre todo los tres yukpas que allí vivían. Al día siguiente, me parecía que estaba en otro mundo, comparado con el sitio donde había estado la semana anterior: el Tukuko y la Sierra de Perijá. Pero la rutina de cada día pronto me devolvió a la realidad. Terminó octubre y vino noviembre. El Día de los Difuntos nos recordó a nuestros muertos. Yo fui al cementerio a visitar la tumba del P. Luis de Jabares que allí está enterrado. De vez en cuando, a lo largo del año, yo limpiaba el espacio cercado con buena cerca de hierro, rematada por el abrazo franciscano. Después de noviembre vino diciembre y, con él, todo el movimiento, alegría y bulla. Sobre todo con las gaitas cantadas y acompañadas de cuatro y guitarras. Mucho ruido metían también los muchachos con sus patines, rodándolos por el frente de la iglesia, por la acera de la casa, por la plaza. Molestaban hasta más no poder a los que vivíamos por allí cerca. Yesto, de día y de noche. Pero era diciembre y ¡había que aguantar! Esto se agudizaba en las Misas de Aguinaldo. A muchos parecía que el hacer bulla les divertía más que cualquier cosa, aunque a los vecinos nos volvía locos. De todos modos, esto era cuestión de todos los años y uno ya sabía que al llegar diciembre había que hacer acopio de paciencia para aguantar y fortaleza para llevar todos los trabajos qué se presentasen en estos días de tanto movimiento. Este año sería más llevadero que los anteriores pues no tenía que atender San Fidel de Aponcito, porque allí había un misionero residente. Lo más costoso era siempre la preparación y la hechura del Nacimiento y la atención de la gente que iba y venía. Todo se calmaba al llegar el día 24.
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