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174 •••••••• \ .M~.1!!'?.~~q~ ....................................... .. que transitar tres años. La ventaja que tuve es que pasado el primer año, la carga que llevaba era poca y liviana y, no como al principio, que había que llevar materiales para la reparación, muebles, tobas de agua... El peso mayor era la comida que, o de parte de Cáritas o de parte de Monseñor, se entregaba a los indígenas. Cuando hacia falta los yukpas ayudaban gustosamente a llevar la carga hasta la casa. Sin darnos cuenta llegaron las Navidades. Hice todo lo posible para que los yukpas participaran: en la capilla teníamos celebraciones, con cantos, lecturas, catequesis. Alguna vez tuvimos la Santa Misa. Después, venían los dulces, caramelos y otras cosas de comer, no faltaron ni los fuegos artificiales. El último día del año la celebración fue por la tarde, porque por la noche tenía que estar en Machiques. Con estas fiestas de Navidad termina el año 1966 y comenzamos el nuevo año con la ayuda de Dios Nuestro Señor y de la Santísima Virgen María. Este año sería muy próspero, a pesar de las dificultades que nunca faltan. Yo seguía con mi rutina de atender la casa de Machiques, los viajes al Tukuko llevando indígenas y misioneras que venían de Maracaibo de sus diligencias y de los hospitales y las actividades de San Fidel de Aponcito. La gran dificultad fueron los caminos: el puente del río Tukuko desapareció en el invierno de 1967, enseguida construyeron otro, militar, que duró unos días, una creciente lo tumbó y... bien tumbado, porque no quedó nada de él que no se lo llevara el río. Por fin, hicieron otro, esta vez se tardó más tiempo en hacerlo, pero quedó bastante bien; como era muy alto, con respecto a la carretera, al principio las cabeceras de acceso trajeron problemas, hasta que por fin se elevó el muro y quedó de lo mejor. A veces eran las quebradas las que presentaban problemas. Alguna vez me tocó dejar el jeep a la orilla, pasar a pie, con ayuda de los yukpas y emprender le éamino a pie, hasta llegar a la Misión, alguna vez hasta ocho kilómetros. En alguna ocasión se me rompieron las sandalias por el camino y tuve que seguir descalzo, a buen paso y bajo un concierto de truenos y relámpagos... Llegué a la Misión a las once de la noche, con los pies bien desollados. Desperté al buen chofer Paulina Eua que ya llevaba dos horas durmiendo. Enseguida se levantó y fue a buscar
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