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118 •••••••• \ . M~.7!7:<:t~q~ ......................................... A veces, la comida que traían no era suficiente y había que buscarla en Santa Rosa, en las mulas... A la caída del sol todos nos reuníamos, podíamos cantar "como brotes de olivo en torno a tu mesa, así son los hijos de la Iglesia..." Como en la Iglesia primitiva lo de uno era de todos y lo de todos era de cada uno. La vida de aquellos días quedó grabada en todos nosotros de forma indeleble. Las personas que nos visitaban, sino llevaban una vida cristiana practicante, se compadecían de nosotros, y quedaban admirados de ese hospedaje tan bueno que todo viajero recibía de nuestra parte: pues esa era nuestra vida en plena selva. Bregábamos mucho, las idas y venidas al Tukuko, necesarias e imprescindibles eran muy penosas y agotadoras. Los caminos eran malísimos, había que atravesar muchos ríos y las mulas eran pocas. Los viajes los hacíamos nosotros a pie para aprovechar las mulas al máximo. El calor era muy fuerte y sin remedio nos agarraba de camino la hora en que era más intenso. En algunas oportunidades no hacia tanto calor porque caía un palo de agua abundante y molestoso que convertía en un barrizal el camino. Lo mejor era cuando se combinaban los dos y, después de pasar la mayor parte del día ahogado por el calor, le agarraba a uno el aguacero y lo empapaba hasta los huesos. Mis cinco primeros meses pasados entre los barí, en mis correrías, bastante largas, por la motilonia o mis viajes al Tukuko siempre estuve acompañado por los buenos yukpas, tanto los adultos, como los alumnos mayores del internado, que siempre se ofrecían gustosos a acompañarme, aprovechando las vacaciones y días libres. Una vez establecida la residencia, primero en Bachichida y, después en Ogdebiá, la vida era tranquila y agradable, a pesar de las pequeñas molestias que uno sentía a diario, con el calor del día, la noche solía ser fresca; también, la plaga de piris y de zancudos molestaba con cierta

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