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enseñándonos los frutos desconocidos, las aves, el tron– co del cual sacan el curare veneno usado por ellos; era mucho el cansancio, pero mucho más el deseo de llegar donde el profeta. A las doce y media está a nuestra vista el humilde, sencillo y pobrísimo tambo del anciano. Es un tambo, como dije, pobrísimo, el más de todos. Es hecho de ho– jas hasta el suelo, con dos pequeñas entradas, una ade– lante y otra atrás; un poco oscuro; unas cuantas hama– cas, en una de ellas tendido el anciano que pretende levantarse para saludarnos; débil por la enfermedad pe– ro lleno de esperanza en los que le visitan, especialmen– te en el doctor que puede devolverle la salud, si es que Dios lo permite. Del hombre fuerte que era, ahora sólo queda un ser débil por el que velan con afán y cuidado su esposa Ornare, quien ha hecho ella misma su pe– queña cerbatana para cazar pequeñas aves y alimentar a Nampahuoe, su hijo Huadi, casado con Ñañaere, y sus nietos Quimo, Huiyamo, Data, Yateve, que lo hacen con igual solicitud; entre ellos hay un gran sentido de fami– lia. También había en el tambo un pequeño fogón, carne de mono ahumada y su chicha. Eso era todo y eso que– rían compartir con nosotros, que recibimos bien a gusto. En cambio el Padre Alejandro fue en busca de agua pa– ra brindarles de nuestra parte el fresco que nosotros lle– vábamos con unas galletas. Como era de corto el tiem– po, eran de profundas nuestras impresiones. unca habíamos visto tanta alegria en medio de tanta pobreza. ¡Qué enseñanza nos deja esta familia o este grupo que se llama iafiel! Pasa media hora y aun en contra de nuestra volun– tad tenemos que dejarlos llevando la incertidumbre del mañana para Nampahuoe. ¿Lo podremos volver a ver? ¿Qué será de él? ¡Quién pudiera y fuera capaz de que– darse allí! Salimos a la una para poder llegar a las seis de la tarde. AJ llegar a casa de Araba preparamos una pava cazada por el camino por él mismo; comimos un sabro– so caldo y a descansar para salir al otro día para Roca- 170