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— 116— entregados a goces y expansiones, en zambras festivales. ¡ Aquello era un convento !, ¡una abadía !, sin que nada en las puertas señalase, de triste calavera los signos funerales, ni en madera grabados, ninguno de sus santos ejemplares, ni de viejos patriarcas el recuerdo de la santa pobreza. Sí brutales de jabalí cabezas y colmillos, y las celdas, con grandes pieles lustrosas de venados muertos, de sus celdas tapices singulares. ¡ Y qué grato era aquello, qué grato aquel sentarse, los orondos hermanos, al fogar crepitante de un fuego, tan alegre como ellos, de vino generoso acompañándose y divertido amor!, ni una campana que en la noche sonase, recordando la muerte, o llamase a plegarias rituales, que poblasen los claustros con su acento. Sólo el canto agradable del gallo en el corral, a la alborada, y el alegre ladrar del galgo: tales eran las campanadas que se oyeran; y después, todo el día, en los afanes del ciervo, en la azarosa montería. Yo tengo de vosotros, buenos frailes, que sois, más de la cuenta, muy piadosos, demasiado observantes: más que virtud, tal vez, seca vergienza miedosa, de cobardes: y es la mayor locura de este mundo no saber alegrarse
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