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398 era el día de la proclamacion de la gran Reina; el dia, en que seria reconocida como tal por todos los grandes de la casa de Dios, por los príncipes y potestades del cielo; el dia por fin en que coronada la Vír- gen con una grandeza y majestad nunca vistas y que jamás se volv2- rán á ver, se sentó en el trono bañado con torrentes de luz divina, donde vive y reina para siempre. Justo es por tanto saber, siquiera entre misteriosa oscuridad, qué clase de corona reposa sobre aquella frente más hermosa y serena que los cielos, y cuál es el reino donde manda esta Señora, 2. 1, Las tres coronas. Graude es la dificultad que sentimos, al querer describir las fiestas del cielo en la coronacion de su Reina: y nos sucede lo que al hombre que tiene el órgano de la vista sano y perfecto , pero á quien una en— fermedad ha cerrado sus párpados, pues al través de éstos percibe que está rodeadode luz, sinpoder por tanto ver nada de lo que hay iluminado por ella. En el pueblo antiguo hubo un gran tipo animado de la Virgen, que delineó en sombras la gloria que el Salvumon celestial daría á su Madre en el día de su entrada en el cielo: hemos fijado nuestra vista en la escena, donde el tipo se presentó con tanta nobleza, y hemos podido discurrir algo (1). Pero ahora intentamos elevarnos á comparar la realidad con la figura, y tenemos que confesar, que vemos un vasto horizonte de luz, sin poder describir lo que hay en su centro. Solo sí, sabemos que la Virgen es el centro de esta luz, á cuyo foco no pode= mos llegar. Y es óbvio el comprender la causa especial de esta difi- eultad: cuando hemos examinado los tipos animados de la Virgen, hemos sido, por decirlo así, viajeros de la tierra; mas al intentar el exámen de la realidad, nos trasladamos al cielo: la diferencia por lo tanto es inmensa, porque en el primer caso examinamos los 'objetos bañados por las hebras de la luz, y en el segundo elevamos nuestras pupilas al foco de la misma Inz: allí podemos estar con los ojos abier- tos; aquí nos vemos precisados á bajarlos. Sin embargo, por grande y esplendoroso que sea el asunto, no nos debemos dejar vencer por nuestra pusilanimidad: no queremos com- prender lo que es incomprensible, ni intentamos elevarnos á donde no podemos llegar. Somos hijos de una Madre piadosísima coronada de gloria, y sólo deseamos ver, siquiera una pequeña ráfaga de la luz que la rodea, para alabar á Dios en sus obras, y para bendecir tam-— (1) Véase la primera parte, libro cuarto. $. fl
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