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341 LIBRO VIGESIMO CUARTO. —DRA— DIAS TRISTES. de 1, La despedida. No cabía ya en la Judea la: fama que en tres años de predicación habia cobrado Jesueristo , pues venían á verlo de todas las provincias dela Palestina; y hasta de Tiro y de Sidon, para tener la dicha si- quiera de tocar la orla de su vestido ,sabedores como eran los hom- bres, de que bastaba esto.para curar. de cualquier enfermedad que tuviesen. Cosa semejante no se viera jamás, ni las historias de Eliseo, tan famoso en hacer portentos , referían acciones tan estupendas, como las que hacía Jesucristo. Era además su modo de obrar dife- rente en un todo, de lo que los anales referian que hacían los profe- tas: pues con más naturalidad que un príncipe , nacido en cuna ré= gia y educado entre la finura de los palacios, es afable y cortés para con todos, mandaba él á los elementos y á las enfermedades y 4un á la muerte. Así es que el pueblo , que para saber que los ciegos ven, los tullidos andan ,.y los muertos resucitan, no necesitaba ni de ha= ber estudiado en Atenas, ni de haber sido discípulo de Gamaliel, sino de ser testigo de los hechos y de la manera como los realizaba Jesus, comprendió bien que este era el Mesías que esperaban : y lle- vado de las inspiraciones del buen sentido comun, al ver que Jesus con cinco panes y dos peces había hartado á cinco mil hombres, con sus mujeres é hijos, determinó proclamarlo por su rey: y lo habría hecho , si Jesus , conociendo sus intenciones , no lo hubiera impedi- do con fugarse al desierto (1). Subió el renombre de Jesus al apogeo de su engrandecimiento con la resurreccion de un personaje nobilísimo, que habitaba cerca de Jerusalen, en cuya casa se habían reunido muchas personas principales de la misma ciudad, con el objeto de consolar á las her- manas del difunto, cuya muerte lloraban hacía cuatro días. Porque (1) Joanmn., cap. 6, v. 15.
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