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255 fección. En las vidas de los Padres del yermo se cuenta que uno de aquellos antiguos monjes siempre que comenzaba alguna obra, se quedaba un momento parado, como si estuyiera en meditación. Preguntóle una vez otro monje, qué era lo que hacía en aquel rato de suspensión, y él le contestó: mira, hijo, las obras nuestras de sí mismas no valen nada, si no se hacen con buen fin y con la recta intención de agra- dar á Dios: y así como el cazador antes de disparar el tiro, está un momento parado y apuntando para no errar, así yo, antes de empezar cualquier obra, apunto y enderezo mi intención á la gloria de Dios que debe ser el blanco y fin de nuestras obras, Esto es lo que hago en esos instantes que me ves parado; entonces levanto mi corazón á Dios y le digo: Señor, por vuestro amor haré esto, por vuestra gloria, por- que vos lo queréis, por daros gusto y nada más. Las cosas hechas de este modo, por pequeñas é insig- nificantes que sean en sí, adquieren, sin embargo, un grande mérito á los ojos de Dios. Aun las cosas nece- sarias para la vida humana, como el comer, el dormir, el descansar y el trabajar, si se hacen con la intención sobredicha, llenan al alma de merecimientos y la mantienen unida á Dios por amor; porque sabida cosa es que Dios no mide los servicios que le hacemos por la grandeza ó dignidad de los mismos, sino por el afecto y amor con que los hacemos, pues ninguna obra que le ofrezcamos, por grande y maravillosa que sea, es grande delante de El, si no es grande el afecto y amor con que se le ofrece. Buena prueba tenemos de esto en la ofrenda de aquella pobre viuda del Evan- gelio (1). Estaba nuestro divino Salvador sentado un día junto al cepillo del templo, viendo cómo los fieles echaban en él sus limosnas: venían los fariseos y las personas ricas, y echaban allí monedas de plata que sonaban al caer en el fondo de la caja; llega entre (1) Luc. 21.

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