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5 se animó á seguir predicando; esto le mereció los aplausos del mundo y viéndose aplaudido, comenzó á componer con mucha facilidad y á predicar con más gusto discursos filosóficos, grandilocuentes y raros, de estilo pomposo, pero sin espiritu ni vida, cuyo objeto era más bien deleitar el oído que salvar á las almas. ¡Qué lástima! empezó bien y terminó mal: al principio eran sus sermones palabra de Dios que producía frutos de vida eterna, y después fueron (lo que son tantos y tantos sermones), bronce que suena, campana que repica, música que deleita, engendros miserables del espíritu humano, y no palabra ardien- te de aquel que dijo: Fuego he venido á poner en la tierra... ¿Que más diré? Nada! recuerda los hechos prácticos que te cité en mi anterior, que todos ellos indican hasta qué punto puede el espíritu propio mezclarse en nuestras buenas obras. Puede tanto, que su peor artificio es disfrazarse con el traje de virtud, haciéndonos creer que la facilidad para practicar ciertas buenas obras es hija de la gracia, cuando en realidad lo es del amor propio, ó de la pasión domi- nante. Vuelve á repasar lo que te escribí sobre esta pasión, y verás que aquella doctrina tiene muchos puntos de contacto con ésta. Aquí venía de molde el darte á conocer las señales que indican, si el espíritu humano reina ó no reina "en nuestras almas, y en caso afirmativo, cuáles son los medios para arrancarlo del corazón; pero lo deja- remos para otro día, porque siento el ánimo fatiga- do y harto de tanto espiritu humano. Ya ves, pues, amada Teófila, que no hemos agotado aún la materia y que es preciso volver á ella. Tal vez tú estés más fastidiada que yo; pero el enfermo y el médico de- ben hablar (aunque se fastidien) de la enfermedad reinante; y la enfermedad que hoy reina en el pueblo cristiano es esta de que tratamos. Y no sólo es enfer- medad, es una épidemia contagiosa que produce grandes estragos entre las personas que hacen profe-

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