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166 le enseñaría yo la última carta tuya que he recibido, donde te vería fluctuando en un mar de amargura, cual barquilla que naufraga, sin timón que la rija, sin faro que la guíe, sin vela que la lleve al puerto, y sin áncora que la tenga fija hasta que pase la tem- pestad. ¡Válgame Dios, y qué diferencia entre carta y carta! una misma es la letra de ambas, y una mis- ma la firma; pero, ¡Dios Santo! ¡cuánto va de Teófila á Teófila! ¡Cuánto va de aquella pasada á esta presen- te! Aquella me parecía una flor cultivada por diestro jardinero, flor halagada por las brisas y mecida por los céfiros, que recogían sus aromas para esparcirlos bajo las bóvedas del templo, y embalsamar con ellos el santuario; y esta de ahora me parece una hoja seca caída al suelo y pisoteada por los caminantes; el pé- talo de una rosa que arrastrado por el viento ha ye- nido á parar al hueco de la peña donde se levanta triste y solitaria la cruz de Cristo, insignia sacro- santa de nuestra Redención. Lo primero demuestra con evidencia aquél todo lo puedo, que decía el Após- tol, cuando, lleno de consuelos celestiales, exclamaba: Lo puedo todo en Aquel que me conforta (1). Y lo segundo, confirma aquel nada podéis, aquel nihil po- testis que salió de los labios del Salvador cuando di- jo: ¡Sin mí nada podéis! (2). Bien cantó aquella santa madre de Samuel en el testamento antiguo, que Dios mortifica y vivifica, empobrece y enriquece, humilla y ensalza (3). Ensalza enriquece y vivifica al alma con sus divinos consuelos, y para mortificarla, empo- brecerla y humillarla, no tiene más que esconderse: 6 apartarse de ella. Esto fué lo mismo que enseñó David cuando dijo: Apartaste tu faz de mí y quedé: todo conturbado (4). (1) Philip. 1v, 13, (2) Joan. xv, 5. (3) L Reg. u, 6. (4) Psal. xxix, 8.

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