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103 envía, golpes que Dios nos da; y un golpe de estos vale siempre diez mil veces más que uno que nos- otros nos demos. Hay personas que, llenas de ardien- te celo y de un fervor quizás no muy discreto, rasgan sus carnes, se cubren de heridas y hallan placer en atormentarse y verse extenuadas por la penitencia; pero todo eso tal vez no valga tanto como sufrir con pacienc ia una palabrita que nos dijo el otro ó un desprecio que aquél nos hizo. De aquí no quisiera yo que sacaras tú una conse- cuencia falsa que algunos sacan. Porque las mortifi- caciones que Dios nos manda son mucho mejores que las que nosotros hacemos; porque las interiores son más eficaces y provechosas que las exteriores, dedu- cen que carecen de importancia las mortificaciones corporales. Nada más falso que esto en la vida espi- ritual, porque en ella la mortificación corporal es de absoluta necesidad, y, aunque inferior á la interior en calidad, es la primera en el orden de los hechos. Sin mortificación corporal, nadie tendrá espíritu para practicar como se debe la mortificación interna, ni para recibir con resignación y paz las penas que Dios le envíe. La doctrina de los Santos lo enseña así, y la experiencia de cada día lo está demostrando palpablemente. La mortificación interna es mucho más árdua y mucho más difícil de lo que á primera vista parece. Así es que sería una locura querer empezar por ella. Lo primero que se ha de mortificar interiormente, dice San Felipe Neri, es el propio juicio; y ¿hay en la vida devota cosa más difícil que esta? Eso de renun- ciar de buena gana al propio parecer, desconfiar de sí mismo, ceder á la opinión ajena y despreciar por humildad la propia, es cosa más dura de lo que mu- chos creen; y sin embargo, en eso consiste muchas veces la mortificación interior. Una persona bien mortificada no tiene parecer contrario al parecer de sus mayores ó superiores inmediatos, porque cual-
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