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más allá mieses fecundas, que llenan los graneros del Señor; almas castas que enlazándose entre sí, como la vid con el olmo, se sostienen y se ayudan mútua- mente á producir frutos copiosos para el Redentor. Así todos los estados concurren con la castidad que les es propia, á hermosear y á enriquecer el campo fertilísimo de la Iglesia militante.» (De Virg. C. 3). Esta virtud de la castidad es, á mi juicio, una de las virtudes morales que más pueden santificarnos en esta vida. Me fundo para ello en lo que dice el Após- tolá los tesalonicenses (1.*, IV, 3): «La voluntad de Dios es que seáis santos;» y para que no nos cupiera duda de qué modo quiere Dios que lo seamos, aña- de á renglón seguido: «absteniéndoos de la impureza y conservando vuestros cuerpos en santificación y honor; porque no nos ha llamado'Dios para la in- mundicia, sino para la santificación; es decir, para la castidad.» Me fundo, además, en que esta virtud nos dispone admirablemente á la unión con Dios, y á la inteligencia y visión comprensiva de las cosas divi- nas, según aquella sentencia de Jesucristo: «Bien- aventurados los limpios de corazón, porque ellos verán á Dios.» Y lo verán, dice San Agustín, en esta vida por medio dela contemplación, de una manera más perfecta que los demás que no tengan esa pureza de alma y corazón. Una triste experien- cia nos enseña que no hay en el mundo cosa que tanto degrade y animalice al hombre, que tanto ofusque su mente, y la llene de tinieblas, y la haga inhábil para el conocimiento de los misterios divinos como la impureza. Y, por el contrario no hay cosa que tanto espiritualice el hombre, que tanto le alumbre, que tanto le aclare el entendimiento, que tanto le eleve á la contemplación delas grandezas divinas como la castidad, la pureza del alma, la lim pieza dé corazón. Bienaventurados los que la posean, porque ellos verán á Dios. Jesucristo es quien lo. ha dicho. (Math., V, 8). .
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