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84 rodeada de vírgenes puras, colocada sobre un trono de radiantes nubes, tu alma volará por espacios in- mensos hacia el tálamo divino. Allí, extasiada, se perderá en aquel piélago infinito de suavísima luz, en tanto que los serafines de la gracia vendrán á colocar sobre tus sienes una diadema de flores eter- nas. Allí sentirás las inefables caricias del divino Esposo, siempre puras, siempre nuevas, siempre llenas de un consuelo indefinible. Allíen el alcázar del celeste Esposo, estarás eternamente satisfecha, eter- namente rica, eternamente embriagada en sus pu- rísimos amores. Dichosa la hora en que tal propó- sito entró en tu corazón; hora dichosa que llenaría de gozo al Eterno Padre y á la Madre Virgen, pues ambos se complacen en ver sobre la tierra almas castas, que desprecian los amores y deleites terrenos por los divinos y celestiales de su Unigénito. ¡Virgi- nidad, virginidad! ¡Dichosa el alma que te posee! Todas las virtudes hermosean al alma que las tiene pero la virginidad la embellece de un modo especial, haciéndola tan semejante á los ángeles, que San Ber- nardo duda si el alma virgen se debe llamar angel de la tierra, ó criatura del cielo. Son tantas y tan sublimes las excelencias de la virginidad, que los Padreide la Iglesia, en el inmenso tesoro de su divina elocuencia, creían no tener palabras suficientes para alabarla. San Jerónimo atribuye todos los privilegios del dis- cípulo amado á la virginidad que poseía, y por eso dice que Jesucristo en la Cruz sólo encomendó la Madre Virgen al discípulo virgen. San Ambrosio, apurando los recursos de su maravillosa elocuencia, llega á decir que la virginidad fué la única virtud poderosa para hacer bajar á Dios del cielo á la tierra, y ella es la única que posee el secreto prodigioso de elevar al hombre desde la tierra al cielo, haciéndole igual á los ángeles. Y aún más que ángeles, dice el Crisóstomo; porque al fin ellos no son compuestos de cuerpo y alma, de carne y sangre, como nosotros; no