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42 LA VIDA RELIGIOSA montaba. Así de pequeñas cosas suelen resultar gran- des males en el orden espiritual. El hacer poco caso de esas faltas pequeñas tiene para el alma un resultado harto funesto, y es detenerle el curso de las gracias divinas, privándola de ese rocío del Cielo tan necesario para producir frutos de santi- dad. Cierto novicio no comprendía cómo las faltas lige- ras podían detener el torrente de las gracias divinas, y el Padre Maestro se lo dió á conocer con esta hermosa parábola. Conocí á una joven tan noble como hermosa, y tan hermosa que parecía bajada del Cielo. Tenía ella un jardín precioso, de lo mejor que he visto en mi vida, adornado con toda clase de plantas y flores olorosas; ¡qué bello era! y ¡cuánto gozaba la niña cuidando su jardín! Las primeras y las mejores flores que producía, eran para el sér que ella amaba, y su dicha no reconocía límites cuando enajenada de gozo iba enseñándole á su amado las plantas de aquel ameno vergel. Este se mantenía fresco y lozano, merced á una fuente bulli- ciosa y cristalina que le enviaba sus aguas por un pequeño canal, el cual las distribuía al mismo tiempo por todo el jardín. Un día dejó caer por descuido una piedra en el pequeño acueducto, y le dieron ganas de sacarla con su blanca mano; pero dijo entre sí: ¿Para qué he de mojarme? ¡Eso no es nada! y prosiguió. Otro día, al pasar, dejó caer con el roce del vestido otra pie- drecita en el mismo sitio, y en vez de sacarla exclamó: Piedra más ó menos importa poco, y siguió adelante. Otras veces le aconteció lo mismo, y tampoco hizo caso de aquellas pequeñeces, con lo cual se fué poco á poco cegando el acueducto, hasta que un día de grandes vientos el aire arrojó sobre él hojarasca, papeles y fo- llaje, que, deteniéndose en las piedras, obstruyeron por completo el canal, y las aguas saltaron fuera, to- mando otra dirección y dejando seco el jardín. E
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