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89 rado de todo auxilio y arrancó de sus labios esa queja inefable: Dios mio, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Jesucristo, que es la vida, veíase allí entre las garras inevitables de la muer- te; Él, que es bendito entre todas las criaturas, se veía allí objeto de maldi- ción y blanco de las divinas venganzas. Preso de mortales, angustias, anegado en mares de tristeza, atollado en el abis- mo de todos los desconsuelos, sintió en su alma amarguras que ninguna lengua humana es capaz de referir. Lágrimas abrasadoras brotaron de sus ojos, deso- laciones de muerte cayeron sobre su corazón, estremecimientos convulsivos agitaron su cuerpo, abatimientos divi nos sintieron sus potencias, desamparo infinito su alma, y exhaló de su pecho como víctima sagrada un gemido lastí- mero que resonó por la cima del Calva rio y repitió el eco del vecino valle: Dios mio, ¿por quéme has desamparado? La víctima que lanza esa queja in comprensible es el hijo de Dios; pero Dios, por decirlo así, prescinde ahora de 11 hn an o A

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