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A que se obstina en serlo, puede es tar seguro de que Dios cumplirá en él su amenaza. ¡Qué horror de- be causarnos esto! Dios, que no quiere la muerte del pecador,sino que se convierta y viva... Él, que espera con los brazos abiertos á los hijos pródigos, disipadores de los tesoros de su gracia... Él, que á pesar de su pureza y santidad infinita, no rechaza á los que se han revolcado en el lodazal de la lascivia.... Á ese Dios de tanta be- nignidad y clemencia, de tal mo- do se le indigesta, digámoslo así, el alma tibia, que le causa náusea y le obliga á arrojarla de su pecho amoroso. Estremezcámonos ante la posi- bilidad en que estamos de con: traer una dolencia tan funesta: y si por desdicha nuestra hallamos
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