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terios de la fe, el alma sólo tiene de ellos un conocimiento super- ficial; no descubre la grandeza de los bienes del cielo, ni la espanto- sa terribilidad de las penas del in- fierno; no entiende el precio de la gracia santificante, ni la necesidad que tiene del continuo auxilio de Dios; no percibe el peligro de con denarse á que está expuesta mien- tras vive en este mundo, y, en fin, se le ocultan los grandes motivos que tiene para temer en todo el tiempo de su peregrinación sobre la tierra. ¿Cómo han de ser, pues, fervorosas sus oraciones, si casi desconoce el mérito y la necesidad de lo que pide: Para persuadirnos más de esto, miremos lo que sucede ordinaria- mente. ¿Con qué ansia y solicitud suplica le alarguen la mano el

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