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que por€ella no tema, dejé la carta sobre la tarima del altar, y á voces, sin acertar á sujetarme, repe- tía lleno de lágrimas. ¡Padre de mi alma! ¡Padre de mi alma! Allí pedí á nuestro Señor hiciese que us- ted viese cual estaba, y cuál me había puesto con su carta, porque yo no acertaría á decírselo. Permí- tame usted, Padre de mi alma, le diga, que usted es el alma de su hijo, la vida de su corazón y el aliento de su espíritu. Si vivo, si deseo,» si algo lle- go á hacer, todo se lo de bo á usted, Padre de mi alma y de mi corazón. Si en esto mortifico á us- ted, perdónemelo por el amor de Dios: el alma es la que habla, no yo; usted no lo extrañe, que e l estar poco acostumbrada á estos favores del Cielo, de afectos, movimientos, etc. y menos ejercitado en re- primirlos, hace me exprese en estos términos. Y á la verdad, ¿quién ha de poder contenerse, al ver no solo descubiertos, sino también asegurados y mandados los deseos escondidos y reservados del corazón? Si yerro, corríjame usted como Padre; pe- ro si no, permita usted estas parvuleces al que con sus palabras hace usted gigante. En debido cumplimiento de lo que usted me manda en orden á la enferma, obedecí inmediata- mente, dando la bendición sobre su enfermedad y luego sobre la pasión; todo armado de fe y reconvi- niendo á su Majestad con que así me lo mandaba el que tengo y venero en su lugar, y era preciso se ve- rificase: los efectos usted los habrá visto por allá: si no han sido favorables, conocerá que su hijo es de aquellos espíritus duros y rebeldes que necesitan de una buena calda para ablandarse. El Señor dé á usted fuerzas para tanto como todos le damos que hacer. Aquí sigo sin hacer cosa de trabajo mayor, so-
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