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a LA GRATITUD do convento que tienen los PP. Capuchinos en Sanlúcar de Barrameda. La celda que habitaba tenías vistas al mar, y á la hora de salir el sol, echado de bruces sobre es z e el povo de la ventana, me quedé casi encantado con- Í le la y ] templando el masnífico espectáculo que 1 E o £ E uraleza me ofrecía. ¡Qué mar tan apacible! Qué mañana tan de- liciosa! ¡Qué céfiro tan suave y tan perfumado con el aroma de las flores! ¡Qué padre tan amante debe ser el que crió todo esto para el hombre ingrato y descono- cido! Así pensaba para mis adentros, cuando observé que, acompañado de una joyen, subía por la: cuesta que da acceso al convento, un hómbre entrado en años, llevan-. do una cesta colgada al brazo, y en la mano un cirio de regulares dimensiones. A veces se perdía de vista entre las verdes y copudas acacias del paseo, para dejarse ver luego entre los claros con su faz tostada por los rayos del sol y su andar mesurado. Dobló la esquina en donde comienza la hermosa explanada de Capuchinos, y pasan- do por entre las calles de árboles cerca de la Cruz, lle- vó la mano. al sombrero para saludarla respetuosamen- te. Penetró en el patio de los cipreses y se detuvo un momento, sin saber si dirigirse á la iglesia Ó á la porte- ría; mas pasado un instante de vacilación, optó por la última. Llega, coge el. cordón de la campanilla, se detiene otro rato sin saber qué hacer, hasta que por fin llama decididamente. La campana sonó en el interior del claustro, y ape- nas se extinguió su sonido, percibió el recién llegado un rumor grave, melancólico y solemne, de preces y ora-
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