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un alma tan hermosa, que sin duda alguna Dios ha criado para sí. Que se consagre pues al Espeso de lag vírgenes, que sea religiosa, que así y todo, yo no poz dré olvidarla, yo la adoraré siempre; yo la amaré más cada día con el purísimo y santo amor que aho=* ra le profeso. Porque ha de saber usted que la quiero mucho, más que á mí mismo, más que usted pueda quererla; pues la quierb toda para Dios. Y aunque me cueste la vida renunciar su mano, y aunque yo pudiera fácilmente hacerla mía, no seré yo quien le quite su vocación ni quién se oponga á la voluntad divina. Sea ella feliz, siendo esposa de Cristo, y mis deseos están cumplidos. Al decir esto José cogió el sombrero que tenía sobre la mesa, y desapareció de allí para no volver á pisar más la quinta de Agustín: el que, al verlo marchar se quedó helado y musitan- do: ¿Si será manía? ¿Si la otra le habrá pegado sus escrúpulos? ¿Si andará el diablo por medio? Y como era hombre que hacía las cosas antes de pensarlas sa- lió de allí en busca de su hija. Encontróla por fortuna sola en su habitación, y sin más preámbulos ni rodeos, ocultando la ira que le devoraba, y mostrando una pena que no te- nía, comenzó á decirle: ¡Necia! ¡ingrata! ¡me vas á quitar la vida! Inés, víctima de una sorpresa, comenzó á palide- cer, y miró á su padre con mucha extrañeza, como queriendo decirle; pero ¿qué pasa? El, que compren dió muy bien la expresión de aquella mirada, conti- nuó: ¡Ingrata, más que ingrata! Tu padre se desvela por hacerte feliz, y tú por despreciar la felicidad
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