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o A así no fuera, sería el Conde de Valdelirios el único mortal que tendría derecho á llamarme suya. En cuanto á mi resolución; juzgue usted mismo, -si pue- de ser dudosa la elección entre lo perecedero y lo durable, entre lo temporal y lo eterno, entre la cria- tura y el Criador, entre el tálamo terreno y el celes- te; entre el Esposo Divino y el esposo mortal. Con este último, por cada hora de gusto hay un día de pena, por cada día de placer, un mes de pesares, y por cada mes de gozo, años enteros de angustias y zozobras. Y aunque la dicha y el placer fueran cons- tantes, llega al fin un día en que la muerte arrebata á uno de los consortes, y para el otro no queda más que viudez penosa, amargo llanto y triste soledad. Mas al Esposo de las almas puras (que á él se han consagrado) no le toca la muerte, y ésta, lejos de apartarme de sus brazos, me llevará á ellos, para ja- más separarnos. Por eso envidio la muerte del alma religiosa, que rodeada de otras almas castas oye en- tonar para alivio de su agonía aquel ven esposa de Cristo a recibir tu corona... A eso solo aspiro, á morir virgen, como la Madre del Verbo, para que mi alma vuele por los espacios celestes hacia el tálamo divi- no; y allí en aquel piélago infinito de suavísima luz, gozar las inefables delicias del divino Esposo, siempre puras, siempre nuevas, siempre llenas de indefinibles consuelos. Dichosa yo; si aquí y allí logro vivir eter- namente embriagada en sus purísimos amores. Mi resolución al menos es esta, y resolución irrevoca- ble, porque he jurado vivir y morir defendiendo la inmaculada bandera de la Virginidad. Esta for,— a

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