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la tertulia, los volvió á fijar en la rosa que estaba ha- ciendo sin decir palabra. —Vamos,— insistió Agustín;— ¿tú no quieres nada? Las mejillas de Inés tomaron un tinte dé carmín que rivalizaba con el de la rosa que tenía en sus ma- nos, y respondió un poco confusa: —Papá, yo temo pedir lo que deseo. —Vamos, no seas tonta, y pide lo que quieras. — Si me dá vergiienza - contestó ella cada vez ntás sonrojada. El Sacerdote conoció que la petición de Inés en- cerraba un pensamiento sublime, en extremo virtuo- s0, y la animó á declararlo, diciéndole: —Vaya, tú que eres tan amiga de la santa obe- diencia, por obediencia nos vas á decir lo que quieres. Sonrió Inés, y procurando serenarse continuó:— Pues, mire V., como me han hecho enfermera de la Venerable Orden Tercera de San Francisco de Asís, corre de mi cuenta visitar los hermanos enfermos de esta parroquia; y por desgracia tengo malito ahora, no lejos de aquí, á un pobre anciano, tercero de mu- chos años, que vive con una hija suya, viuda con dos niños, de los cuales es el único amparo. Son tan po- bres que viven en un sótano, pues no merece otro nombre el entresuelo que habitan; y como el pobre- cillo hace tiempo que no trabaja, quizás la Noche bue- na sea noche mala para ellos, porque no tendrán qué cenar. ¡Pobrecitos! ¡quién pudiera hacer con ellos lo que hicieron los pastores en Belén con lá Sagrada

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