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e 0 nía el himno de las vírgenes: por la puerta interior | comenzó á entrar una procesión de jóvenes con ha- A chas encendidas, y desfilando poco á poco entre la multitud fueron á colocarse á los dos lados del pres- biterio. Detrás de todas venían dos vestidas de blan- co, una de las cuales llevaba sobre su cabeza una corona de flores, que atraía sobre sí las miradas de todos. Al llegar á las gradas del altar, un sacerdote revestido con los ornamentos sagrados, le preguntó: «Hija mía, ¿qué has venido á buscar aquí, y qué es pd lo que pides á esta Santa Comunidad? —Busco, ¡ministro de Dios! y pido á estas santas vírgenes que me den el velo de las esposas de Cris- to, mi único amor en esta tierra de llanto.— La que así hablaba era Flora de Espartinas, y la joven que la acompañaba vestida. de blanco, haciendo con ella las, veces de madrina, era Inés. Al oir la respuesta de Flora, un murmullo de admiración se oyó en el templo. A Inés se le escapó un sollozo mal compri- mido, y otras muchas personas rompieron á llorar. Terminada la ceremonia, volvió á desfilar la procé- sión, dirigiéndose á la puerta que da entrada al mo- nasterio. Al pasar Flora entre aquella turba de se- ñoras y señoritas decían unas: ¡Tonta! que va á en- cerrarse para siempre. Y repetían otras: ¡Dichosa ella! Y añadían las de su familia, llorando: Perdemos á un angel: se nos va la bienchora del pueblo, el consuelo de los tristes. A las primeras contestaba Flora con una mirada de profunda compasión; á las segundas con una sonrisa placentera, y á las otras con una mirada de gratitud. En esto llegaron á la
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