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an 24 co pícaros íntegros. Es, además, partidario del justo medio, y aprueba con toda su alma el presente orden de cosas, por aquello de que el siglo XIX no es el si- glo XVI, y por aquello otro que el adagio dice: «Del lobo un pelo...» Por estas señas tan marcadas, ¿nó conoces toda- vía quien es nuestro hombre, distraído lector? Pues entonces, dígote con franqueza que eres muy cándi- do y que te fijas poco, porque el tipo que te he pre- sentado abunda por desgracia en estos calamitosos tiempos. Pero, en fin, para completar el retrato te diré que Agustín es un rico propietario de trato muy sencillo, enemigo del bullicio de la ciudad, y muy amigo de la vida del campo tan dulcemente cantada por Fr. Luis de León. Aunque tenía casa en Sevilla, gustábale pasar gran parte del año en una hermosa hacienda Ó quinta que poseía en el Condado de Nie- bla. La quinta, cuyo término éra muy vasto, conte- nía dentro de la cerca, (además de su gótica capilla) un lugar espacioso, su molino de aceite y una huerta deliciosa. A esta propiedad se había trasladado con su familia, huyendo de la viruela, pocos días des- pués que Inés salió del colegio. Esta, siempre amiga del retiro, se había hecho formar en el interior de la huerta una estrecha cel- dita, donde se retiraba á leer, 4 rezar sus devociones y hacer su oración; oración en la que Dios le comu- nicaba dulzuras inefables, consuelos divinos, que aumentaban su hastío del mundo, y sus deseos de morar en el claustro. Una tarde que salió de la oración emocionada, se

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