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es, se decía, este es el palacio de mi Amado, ¡quién pudiera volar de él! Sus deseos no tardaron en cumplirse, porque á los once años entró Inés en un convento, donde es- taba una tía suya, hermana de su padre, el cual (lo diremos de paso) vió con sumo gozo la entrada de su hermana en el monasterio, por lo mismo que le de- jaba á él, único heredero de las riquezas de sus pa- dres; aunque á decir verdad, Inés no entró precisa- mente en el convento, sino en un colegio de educan- das que las monjas tenían allí, contiguo á la clausura. En él eran educadas las jóvenes que entraban, no á la francesa, como suele pasar en otros centros de en- señanza, sino puramente á la española, con lo cual lograban las religiosas formar doncellas pundonoro- sas y recatadas que odiaban la coquetería; esposas de costumbres intachables, tan recogidas como las mis- mas doncellas; madres que sabían apreciar su santa dignidad y amaban las faenas y el retiro de sus c1= sas, como ama la tórtola el nido donde duermen sus polluelos. Cuatro años estuvo Inés en el ecolegio: y cada vez que su padre la sacaba á veranear, durante las vaca- ciones, le parecía la chica muy compuestita y muy mona. Era muy bien mandada, eso sí, pero alegre co- mo unas castañuelas, cantadora como un grillo y tra- viesa como una mariposa. Así es que nunca le pasó por el pensamiento que Inés quisiera ser monja; pero sí pensó muchas veces que podía ser la esposa del Conde de Valdelirios. Esta idea le halagaba tanto, y podía tanto con él eso de tener una hija condesa, que

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