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— 162— mañana; tu voz pura grita á los mortales: ¡Desper- tad! ¡Ay, celestial aurora! ¡ay sol de justicia! Desper- tad mis sentidos, y alumbrad siempre en este grato retiro los años de mi vida con la inocencia de mi alma. > Aciagas tempestades, que combatís al hombre que navega en el mar de su existencia; ¡dichoso el que os teme, y huyendo de los peligros del naufra- gio se acoge como yo á este puerto bonancible para salvar su inocencia! >¡Oh, mortal, rey del mundo con el pensamien- to, pero víctima y esclavo de tus pasiones! Tú, que viste perecer tu inocencia en los naufragios de la vi- da; tú eres el único'sér que no renace con la aurora, ni se alegra con el día, porque el día y la aurora sólo brillan placenteros para el que guarda en su pecho la “inocencia de su alma. ¡Oh Señor de los mundos y autor de los tiempos! No dejes huir con la juventud de mi vida la inocencia de mi alma.» Así pasaba José en el claustro los meses del no- viciado, dedicado con fervor á la vida religiosa; mientras que Inés adoptaba para sí el mismo método de vida que observó recién salida del colegio. Se dió mucho á la oración y á la lectura de libros piadosos; el recuerdo del tiempo perdido y los años mal em- pleados, llenaban su alma de tristeza y dolor hasta el punto de hacerle derramar copiosas lágrimas. Para resarcirlo de algún modo, reunía con licencia de su madre en la planta baja de la casa doce niñas de las más pobres, las enseñaba la doctrina, las entretenía cosiendo, y el día que fueron todas á confesar y

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