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ió —= 144 — Nicéforo que había de acompañarle en el viaje, Agustín con su familia, y la Condesa con su hija es- peraban la hora de marcha para despedir á José; pero ella, con ese instinto propio del corazón de una Ma- dre, notó en su semblante una cosa que nadie más que Inés había notado. Vaya José—le dijo—no estés triste, hijo mío, que esta ausencia es cosa de quince 6 veinte días: Cuando te ibas á estudiar no te ponías tan triste como ahora; ¿qué te pasa? —Nada, mamá, que como quiero á V. tanto me da pena separarme. La condesa, al oir esto, tuvo que hacerse bastante violencia para no dar un beso á su hijo delante de la gente. Y después añadió sonriéndose. —Vamos, no seas niño, que pareces que vas para no volver. — ¿Y quién sabe? ¿Quién sabe si no volveré? Esto lo dijo José entre dientes á tiempo que se apartaba de su madre para saludar á Jacinto que lle- gaba entonces; así fué que la condesa no hizo caso de ello. Entre tanto llegó la hora de la marcha y la ronca voz del silbato se confundía con el eco de la campana de la estación y con el grito de Zeñorez viajero ar tren que daba un empleado á quien la pronunciación acu- saba de verdadero andaluz. Mientras los pasajeros corrían á ocupar los asientos, el condesito pasó por el lado de Inés y le dijo muy quedo, . y con un dolor que parecía partírsele el corazón. ¡Adiós¡ y que El re- ciba en su misericordia este doloroso sacrificio: hasta ahora no sabía cuánto te amaba. ¡Adiós para siemprej
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