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siglos que lleva el mundo de existencia; sin que aprenda ninguno de ellos, sin que ninguno escar- miente en cabeza ajena, sin que ninguno se persuada de que lo entendieron más bien que ellos, los santos que despreciaron esos pasatiempos insulsos para me- jor servir á Dios. Y lo peor de todo fué, que mien- tras ellos se miraban, se reían y requebraban, el án- gel de Inés estaba escribiendo entristecido en el libro de la vida estas fatídicas palabras: ¡Santidad frustra- da! ¡Vocación mal correspondida! Renuncio á describir aquí la satisfacción que Agustín sentía cada vez que veía conversando á los dos; y el gozo que llenaba su alma cuando veía que José llamaba hermanito á Fernandín y hermana á Carmen; gozo y satisfacción tan grandes, como el es- cándalo que la resolución de Inés causó en el vulgo devoto; Ó como las murmuraciones de que ella fué blanco en todos los salones de Sevilla, especialmente en aquellos en que reinaba alguna vana deidad, que en vano pasaba en el tocador las tardes enteras para merecer luego una mirada del Condesito; porque éste, más juicioso que los otros jóvenes de su edad, nunca pensó en elegir para compañera de su vida á una mu- jer casquivana, ya fuera Ojinegra, ya pelirrubia. Lo que sí quiero dejar consignado (aunque no sea nece- sario, porque se: deja entender fácilmente) es que Inés entabló sus relaciones con el Condesito, deján- dose llevar de miras humanas, de un cálculo asaz mezquino, por conveniencia, y sin amarle; pero que á los pocos días estaba enredada er el fuerte lazo del amor, y enamorada locamente de José.
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