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nas las de la Madre, no se distinguen en el fin y objeto con que las ejecutan. Desde que el Hijo de Dios se hace hombre, ofrece á su Eterno Padre el sacrificio de su vida: y siendo el amor de Dios y de los hombres, el fue- go que arde en el altar, empieza desde entonces mismo á hacerse la oblacion, que continúa hasta que este mis- mo fuego la consume en el ara de la cruz. De tal ma- nera que desde las primeras aspiraciones del Corazon de Jesus en el seno de su Madre, hasta las últimas que exhala en el Calvario, no hay otra diferencia sino Ja del tiempo; pues todas constituyen el gran sacrificio, que Jesus empieza en su encarnación, y consuma en su muerte. Y por ventura, ¿hizo otra cosa su virginal Ma- dre, desde que empezó á vivir en la tierra, hasta que la cambió con el cielo ? Deseosa de agradecer á Dios con el sacrificio de su propia vida, los favores que la habia dispensado al criar- la, empezó á ofrecer este sacrificio desde el momento en que empezó á vivir: pero fué mucho mas ardiente este deseo, desde que concibió en sus entrañas ul Hijo del Altísimo, no formando desde entonces Jesus y María sino un solo tabernáculo con dos altares, uno de los cuales era el Corazon de la Madre, y otro el cuerpo del Hijo, pues este ofrecia su carne, y aquella su alma in- maculada *. ¡Ah! ¡Qué contrito y humilde, qué lacera- do y herido, qué desquiciado y despedazado estuvo el Corazon de la Vírgen, desde que concibió al Verbo di- vino! Deslumbrados nosotros al mirar la resplandecien- te maternidad divina, no vemos la union admirable de la hermosura blanca como la nieve, con la negrura de 1 In tabernaculo illo duo videres altaria, aliud in pectore Ma- tris, aliud in corpore Christi: Christus carnem, María immola- bat animam. (Arnold. Tract. de septem Verb. Dom. in Cruc.)

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