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cr e ti ac duros clavos; para sus rodillas, fuertes cho- ques con las piedras; para sus espaldas y hombros. crueles azotes; para su lengua y paladar, hiel y vinagre; para sus oídos, horri- bles blasfemias; para sus ojos, burlescos ade- manes; para sus sienes y cabeza, corona de espinas: su amantísimo y dulcísimo Corazón fué presa de una inmensa avenida, de una tremenda inundación de penas interiores, y de aflicciones invisibles que lo envolvieron y anegaron en sus ondas. ; Cuanto más tiempo iba haciendo que Je- sús estaba pendiente de la Cruz, más se iban acentuando en él las señales de muerte como consecuencia natural del aumento progresi- vo de sus dolores y del rápido desfalleci- miento de sus fuerzas corporales: su rostro fué palideciendo, la lumbre de sus ojos apa- gándose, sus labios se le fueron quedando fríos y cárdenos, su «nariz afilada, su pecho hundido, todo su cuerpo cadavérico y yerto. Pero si sus sentidos y las demás partes de su cuerpo, así internas como externas, su- frieron atrozmente en aquellos postreros mo- mentos, su inocentísimo Corazón no sufrió menos antes de dar su último aliento. Como si en su vida entera no hubiera sido atormen- tado lo bastante, tolerando por nuestro amor

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