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PES partidos sus músculos, separados sus tendo- nes, descoyuntados sus huesos y taladradas de parte á parte sus delicadísimas manos; pero de una manera tan furiosa, violenta y brusca, que ninguna fantasía, por viva que sea, podrá jamás imaginar. Aquel golpear y martillar de los verdugos sobre manos tan sumamente sensibles, aquel fijar en ellas cla- vos tan duros y esquinados, y aquel abrir en ellas llagas tan grandes y profundas, causa= ron á nuestro amable Redentor un martirio tan vivo, tan insoportable y tan agudo, que por sí solo le hubiera quitado la vida, aunque otros no hubiera tenido. ¡Manos divinas, ma- nos de mi Dios! ¡Cómo os pagan los hombres los favores que les habéis dispensado, los in- mensos beneficios que les habéis hecho! Este dolor, ó por mejor decir, este conjun- to de dolores, que ya de por sí fueron horri: bles, tremendos y mortales, se acrecentaban incesantemente con los continuos movimien- tos del cuerpo del Salvador. Siendo, como fué, el cuerpo de Jesús el más perfecto, el más sensible y el mejor formado de cuantos han existido y existirán en el mundo, por ne- cesidad tuvieron que causarle las llagas, es- pecialmente las de las manos, por habérseles negado todo género de alivio, sacudimientos

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