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No cabe duda que se trata de una limpieza sobre todo espiritual. Pero con ella ha de ar~ monizarse el más exquisito cuidado de la propia persona. De manera que por dignidad ministe– rial. por virtud y por esfuerzo, si es necesario, por higiene y sobrio buen gusto, y hasta por el buen ejemplo, he de convertir el aseo en práctica y hábito imprescindibles de ,mj vida. Y si en todo tiempo y de por sí la limpieza es requerimiento razonable en el religioso y sacer~ dote, en nuestros tiempos de sialubrida.d y de preocupación, quizá excesiva, por la propia pre~ sentación, la sordidez de alma o de cuerpo, de vivienda o de vestido, es defecto imperdonable en un ministro de Dios. Cierto desdén beatífico por el cuidado propio y acaso un mal entendido rigor ascético podrán comprenderse, disculparse y hasta individualmente en algún caso, ser me~ ritorios, pero nunca justificarán la dejadez, la incuria y el abandono. Dejemos crecer, junto a una vida sencilla, pobre y seráfica, enamorada del agua y del aseo, el santo lirio de la limpieza de alma y cuerpo que es luz del espíritu, gozo de los ángeles, edifi,cación del mundo y el mejor ornato del altar.

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