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Alcanzamos una pequeña factoría de derivados de cemento y nos re– fugiamos en un cobertizo. « ¿Cómo se les ocurre ir andando hasta San– tiago habiendo coches?», pregunta uno de los obreros, en plan de guasa; sin darnos tiempo a responder, otro de los trabajadores le contesta que no tiene por qué meterse con nadie y que nuestra decisión es tan digna de respeto como cualquiera otra. Y allí nos enteramos de que no hace mucho tiempo que pasaron unos patinadores, probablemente también ca– mino de Santiago. Cesa de llover, la tarde va adelante y la temperatura ha descendido unos grados; caminamos rápidos. A lo lejos se divisa la población; como a la vista de Mallén, o de Tudela, o de Calahorra, o de Logroño, estos tres o cuatro kilómetros últimos se nos hacen infinitos ... De nuevo el cielo se encapota, zigzaguean los relámpagos y con true– nos como música de fondo entramos en Santo Domingo de la Calzada (8). Misión cumplida. El ritmo de la marcha y los descansos no se han acomodado hoy a nuestras conveniencias, sino que hemos sido nosotros los que nos hemos sometido a las condiciones atmosféricas; por eso llegamos sudorosos y cansados y sedientos, tres razones potísimas para dirigirnos a un bar. Mientras saboreamos el rioja -bueno, abundante y barato-, un camio– nero allí presente nos informa de que en el Hospital Municipal hay una sala reservada para los peregrinos como nosotros ; a Antonio le gustaría permanecer un rato más junto a un velador, descansando y leyendo el pe– riódico, mas yo considero necesario marchar cuanto antes para asegurar el alojamiento. No supone ningún problema dar con este centro de beneficencia; apar– te de que en estas pequeñas poblaciones no hay distancias, nos hacen notar que allí, al doblar la esquina, está el Monumento al Peregrino y, justo detrás, el Hospital. Subo a la primera planta en busca de cobijo y con precisión de asis– tencia médica: tengo los brazos con quemaduras y los labios llagados por el sol; la culpa es mía y nada más que mía por haber despreciado el uso de cremas protectoras. Acaba de marcharse el doctor. Rafa, sin saber cómo ni por qué, empieza a sangrar abundantemente por las narices. Las religiosas, auténticas hijas de la caridad, hacen cuanto pueden, nos atien– den solícitas, se preocupan por nosotros con verdadero interés y nos pre– paran una sala donde pernoctemos tranquilos. «La noche pasada estuvie– ron aquí seis peregrinos que iban a Santiago; entre ellos había unos chicos de Pamplona y un francés ... ». Después de un baño reconfortante nos damos una vuelta por el pueblo, visitamos la catedral y rezamos ante el sepulcro del Santo, que de tal suer– te se sacrificó en vida por los peregrinos jacobitas. La iglesia está sumer- 27
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