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«Esta conciencia y esta percepción han sido promovidos por la eclesiología del Vaticano II y la necesidad sentida por muchos de una acción evangelizadora más intensa, así como la necesidad de vitalizar el proceso de iniciación cristiana, de conseguir una genuina participación responsable en la vida eclesial, de vivir la fraternidad entre cristianos de manera no meramente simbólica o expresiva, sino también empírica y, por fin, la exigencia de presencia eficaz como fermento en los procesos de cambio social» {8). Estas comunidades tienen una conciencia más clara de encar– nación, de vivir el Evangelio en todos los niveles y de estar presentes como fermento en medio de la masa, que lo que hasta ahora se tenía, quizá desde Constantino. El régimen de cristianidad heredado de aquellos lejanos tiempos, está cayendo, y quizá podamos decir que en el incons– ciente de la mayor parte de los cristianos, ha caído ya. Sólo se sostiene a nivel jurídico institucional: el Obispo, que lo es de la masa de cristianos, es un desconocido; el párroco, un funcio– nario eclesiástico; los fieles, en el templo, unos extraños; los servicios sacramentales, bautismo, bodas y primeras comuniones, sobre todo, están muy condicionados por la costumbre. Esa masa de los fieles no es el espacio más apropiado para profundizar en la experiencia del misterio de la Iglesia, y, ante esta situación, concluye Useros, «no es de extrañar que los fieles más conscientes pretendan destacarse de la masa de bautizados y de sus servicios correspondientes y se orienten hacia las comu– nidades cristianas más minoritarias, desarrolladas en las márge– nes de una legítima auto-determinación» (9). Y como los otros grupos y comunidades de las grandes (8) Ibídem. p. 156. (9) Ibídem, p. 53. -36-
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