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Muy cierto es todo esto, y por eso surgen espontáneamente y tantos, en las ciudades; mucho más que en las villas agrícolas, o en las aldeas de las montañas; pues aquellas deben llenar unas necesidades que éstas tienen ya cubiertas por su misma estructura básica, como es la relación de «pequeño grupo», y que en aqué– llas hay que «inventarlos», porque el macro-grupo, o conglo– merado urbano, hablando en términos rigurosamente sociológicos, los ha aniquilado y sofocado. Saltarán ante su formación ellas, las circunscripciones geo– gráficas; no importarán los trazados geométricos de calles y avenidas para poner un límite, ni los anchos caminos de los bulevares, ni otras tantas divisiones urbanas convencionales o reales. Ante la formación del grupo, de la comunidad, cederá todo lo demás. Se buscará al amigo íntimo en el otro extremo de la urbe; vendrá otro de la parte más opuesta; y acudirá un tercero que conoció en el trabajo, o en una excursión campera, y cuyo domi– cilio también radica en otras latitudes. Es posible que provenga de los cuatro puntos cardinales; se juntarán en «terreno de nadie» porque no tienen norma alguna a someterse, sino donde mejor les venga, libres de jerarquías, organización y mundo, sino en la más libre espontaneidad, en la más auténtica democracia. Y así, en todas las asociaciones, grupos y comunidades que se forman, bien de tipo cultural, científico, recreativo, religioso o político, porque la ciudad es de todos, y no es de nadie, porque la cavidad hueca de sus calles, da cabida a todos los «caprichos» que quieran surgir de su interior, sin consultárselo a nadie. Estos serán esos grupos primarios, esas comunidades, en los que el papel fundamental de cada miembro, será iluminar su interior y dejarlo entrever a los demás, con más o menos pro– fundidad, según los casos; o permitirle al otro bajar, o que lance - 29 -

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