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108 CONVENTO DE ARANDA DE MONCAYO vista de las alegadas, expidió un decreto favorable al capítulo, fundado todo en las decisiones de los sagrados ritos".t 91 8. Extinción del convento «Continuó la Comunidad sin decaer un punto de su observancia rígida pres– cripta por su Instituto, hasta que llegó la hora de su extinción, concurriendo en esta comunidad una singularidad bastante especial, pues tal vez fue la última que se disolvió, no sólo en este reino, sino aun en la nación. «El 10 de agosto de 1835, se dio la orden de extinción de todos los conventos de Zaragoza por la Junta que a virtud de las circunstancias se creó en ella; y desde entonces, no sólo quedaron disueltas las distintas comunidades que había en la capital, sino que iban disolviéndose sucesivamente todas las que había en el reino. «La que había aquí constaba entonces de diez sacerdotes, dos diáconos, un subdiácono, diez coristas o estudiantes profesos, cuatro legos y cuatro donados. Era Guardián el P. Fr. Manuel de Monterde. «Desde entonces, corno punto más apartado de la guerra, y libre de los acalo– rados, que en varias partes se concitaron contra toda clase de religiosos, iban corriéndose paulatinamente a este convento diferentes individuos de la Orden, que se hallaban deseosos de continuar en el claustro, y no lo podían realizar en otros puntos por disolverse los conventos donde moraban. De suerte que vino a constituirse esta comunidad de un numero harto considerable. «Entre otros Padres de alta categoría y consideración, vino también el M. R. P. Fr. Jorge de Berge, Vicario General, con su secretario, que por haber muerto tam– bién en este convento, muy poco tiempo hacía, el P. Provincial, que se llamaba el M.R.P. Fr. Juan de Calanda, estando de visita, funcionaba sus veces en toda la Pro– vincia. «Todos los individuos persistían sumisos a las órdenes del Gobierno, fervoro– sos en su observancia, y gustosísirnos en el claustro, hasta que el espíritu revolu– cionario disolvió todos los conventos de la nación, y conformándose con rendi– miento, se dispusieron tranquilamente para la salida forzosa de una Religión y de un local, que siendo de tanto placer para ellos, sin tener nada, los hacía felices en la tierra y los disponía para lograr también un asiento distinguido en el cielo. «Así es que el dos de febrero de 1836, día de la Purificación de nuestra Seño– ra, cantaron la misa conventual con la mayor solemnidad; sumió en ella el Santí– simo Sacramento, que se hallaba reservado en el Tabernáculo, el P. Vicario, que lo era el P. Fr. Manuel de Calanda, que es el que ofició, y terminada esta función, 9. Ramón Lastiesas, o.e. Pág. 40.
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